La Iglesia de San Lázaro en La Habana, a pocos kilómetros del principal aeropuerto del país, es de esos lugares donde se mezcla la cubanía de un modo inigualable. Allí confluyen la fe sencilla, la ortodoxia eclesial, la espiritualidad de nuestros ancestros… el dolor y la esperanza de todos. Allí se acude buscando el amparo que se necesita cuando el dolor se hace presente o cuando la alegría llega y se desea que no se vaya.
Pero el Rincón de San Lázaro, hoy Santuario Nacional, no comenzó su historia cubana en ese lugar. En el siglo XVIII se establece un leprosorio en la Habana extramuros, evitando el contagio de la enfermedad, en la confluencia de las hoy calles San Lázaro, Marina y Vapor, cerca del malecón capital. En 1914 se traslada a la localidad del Mariel y en 1918 se establece en este poblado místico, siempre bajo el amparo de esa imagen venerada por tantos.
Quizás por su historia de dolor, los cubanos se identifican con esa figura bíblica que recuerda que el sufrimiento no es para siempre y que después de muchos avatares se puede encontrar paz y consuelo. San Lázaro, el mendigo, es referente en la religiosidad cubana y hasta ese lugar o en sus casas los cubanos lo veneran de modo particular cada 17 de diciembre.
El fenómeno de la devoción a San Lázaro, a pesar del influjo marxista ateo del proceso social cubano después de 1959, ha ido creciendo. Quizás por aquello dé que lo ideológico está mas allá de lo puramente conceptual, quizás porque la fe sencilla (aunque oculta) se vive con mucha más intensidad.
Al Rincón de San Lázaro, que es Casa de Todos, acude el pobre y el económicamente próspero, el religioso práctico y el pragmático pero en búsqueda de la trascendencia, el deportista que agradece su éxito y la madre de familia que pide prosperidad para sus hijos que están lejos o cerca. Todos y todas allí tienen un espacio para ofrecer, sin discurso preconcebido, su ofrenda mejor que es la vida propia y la de los suyos.